domingo, 4 de abril de 2010

El barrio

Crecer con las mejores vistas, al balcón de la señora pepa. Volar cometas con hilos o lana fabricadas con bolsas de plástico. Dibujar debajo de la mesa del salón o en la pared de la entrada hasta que se pintó. Ver crecer los árboles siameses en el jardín botánico y escribir un cuento. Pasear por la calle del Pilar y observar a los verdaderos punkis con las crestas, a los rockeros y a los primeros negros de la ciudad. Cantar la música de la época y saberse el videoclip. Comer guisantes congelados y tallos. Ir al centro en cinco minutos o acercase al zoo. Ver proliferar los graffitis de la vieja escuela debajo de la autovía y los findes ir a la Seda a tomar el sol. Comprar el pan en la panadería de las rubias que siempre veían Santa Bárbara. Cruzar la estación de autobuses y mirar a los viajeros que llegan y se van. Inventar canciones y tratar de pasarlas al pentagrama. Grabar las melodías de los dibujos para bailarlas en el patio, las cartas de cambiar, los álbumes de pegatinas, las pegatinas de los chicles, la Nancy, las Barbies... Aprender a montar en la bici... Ensayar la lambada para gimnasia...

Son las cosas que me hacían felíz en el barrio del 1985 al 1990 (digamos que del 90 al 93 hay recuerdos algo más evolucionados) y me faltan muchas más. Desde luego era una suerte, apenas implicaban dinero ni necesitaban grandes medios.

No es que eche la vista atrás porque quiera volver a eso como a algunos les parece. Tampoco rememoro para regodearme ni para gloria ni para mal, simplemente comienzo a practicar lo que a los diecisiete años predije al observar a mi profesora de literatura universal, entre otras personas: los seres humanos con la edad tendemos a simplificar. Y en esta simplificación radica la cuestión de mirar con cariño las etapas en las que simplemente teníamos alegría en el corazón respirando el aire de la mañana y llendo a pasear como cualquier otro día. Es aquí donde tomamos ejemplo. Hay sociólogos que teorizan acerca de que ancianos y niños son los grupos sociales con apetencias y rutinas más similares entre sí, y creo que es por esto mismo. Ya no sólo porque el deterioro físico lleve a algunos a volverse dependientes y perder el control de su cuerpo, sino por la evolución mental que la persona sufre y acaba por cristalizar. En absoluto es una involución, pues se tiene la sabiduría de las décadas complejas y de todo el trayecto. En definitiva, lo que quiero resaltar es que seguir obcecado en los laberintos mentales adolescentes y postadolescentes no es más que seguir arrastrando una amargura inútil. No pondré una edad al término de la postadolescencia pero, por hablar en general, diría que a partir de los 20 años uno puede abandonarla en cualquier momento y es entonces cuando elegir cómo configurar nuestra mente. Podemos seguir en el universo de la autoincomprensión o querer comprendernos. Empezar a resumir para separar lo banal de lo auténtico o vivir lo banal de forma auténtica. Y demás opciones posibles que personalizadas tendrían más sentido.

En mi caso, el propósito va a ser evolucionar nutriéndome de la alegría que subyace en las rutinas, tratando de aportar a éstas mi propio toque personal. El plan no es otro que hacer original el presente y cargarlo de imaginación hasta construir un bonito "pasado inmediato".

El orden en casa inspira paz. Tengo un nuevo archivador en el que he recogido cosas que antes estaban por el suelo, a falta de un sitio mejor, así que he aumentado el espacio.

Una mañana de éstas iré al barrio a comprar té... y tal vez una tetera y vasos.

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